miércoles, 7 de octubre de 2009

Interludios: rutinas

A veces hay sensaciones que son como de vacío. No sabemos muy bien que nos aportan o que no. Simplemente están. Aparecen un día por alguna extraña circunstancia y permanecen allí tal vez hasta el final de la vida, o tal vez no duran mas de lo que dura un beso. Quiero decir que acaban en ese preciso instante. Y es que uno no sabe muy bien cuando ama algo, cuando lo odia, o cuando sencillamente le es indiferente. Creo que para diferenciar categóricamente estos tres sentimientos podríamos pensar en lo que nos motiva día a día. Nada más importante que la rutina; entrañable. Sin ella no podemos apreciar un viaje; una cerveza en día de lluvia a las diez de la mañana porque ya llegamos tarde a clase; una mirada descuidada a los ojos de aquella bella dama que resultaron coincidir aquel largo domingo de octubre con los de su mirada; un canuto de hierba en época de cosecha porque después se acabaran; un billete de cinco, diez o veinte euros que encontramos en el suelo pegado a un coche en aquella extraña calle por la que nunca pasa nadie y por lo cual no tenemos la obligación moral de devolverlos ya que no sabemos a quien pertenecen; y un largo etcétera de casualidades que nos pasan para que podamos recordar y contar a los amigos. Sin ella no podemos odiar a nuestro jefe, al presidente de gobierno y/o al líder de la oposición, a esa vieja vecina que siempre se queja porque no le gusta el volumen al que ponemos nuestros queridos vinilos de Pink Floyd o a nuestra madre por alargar sus conversaciones telefónicas cuando estas harto de hablar. Sin ella no podemos ser indiferentes a las docenas de miles de muertos que cada mañana de algún mes del año nos encontramos en la televisión por alguna guerra o catástrofe natural que ocurrió muy lejos de nuestras casas y por lo cual pensamos que nunca nos afectará.
Y así vamos de rutina en rutina: lloramos cuando somos pequeñas criaturas, jugamos cuando somos niños, trabajamos o vagabundeamos el resto de nuestra vida, y si llegamos a ser ancianos nos detenemos a ver las obras de la capital, a cosechar nuestro huerto de zanahorias, a jugar nuestra partida de tute o a predecir el tiempo que hará en treinta minutos mientras nos quejamos de la articulación de la rodilla. Todo esto me recuerda a aquel emotivo final que nos dejaba F. Scott Fitzgerald en El Gran Gatsby: “Gatsby creía en la luz verde, el orgiástico futuro que, año tras año, aparece ante nosotros... Nos esquiva, pero no importa; mañana correremos más de prisa, abriremos los brazos, y... un buen día... Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”.

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